CRÍTICA: «La rosa tatuada» o la imposibilidad de domesticar un corazón salvaje

Una mirada sobre un espejo

 

Autor: Tennesse Williams. Traducción: Vicente Molina Foix. Versión y Dirección: Carme Portaceli. Intérpretes: Jordi Collet, Roberto Enríquez, David Fernñandez «Fabu», Alba Flores, Graciela Flores, Ignacio Jímenez, Aitana Sánchez-Gijón, Paloma Tabasco y Ana López. Escengrafía: Ana Alcubierre. Iluminación: Pedro Yagüe. Vestuario: Antonio Velart. Música y Espacio Sonoro: Jordi Colet. Vídeo: Eugenio Szwarcer. Producción: CENTRO DRAMÁTICO NACIONAL. Teatro María Guerrero (C/ Tamayo y Baus, 4. Madrid) del 29 de abril al 19 de junio de 2016. De martes a sábados, a las 20:30 horas, y domingos, a las 19:30 horas

 

Por Saladina Jota

 


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El CENTRO DRAMÁTICO NACIONAL, bajo la dirección de Carme Portaceli, trae de nuevo a las tablas del Teatro María guerrero a uno de los grandes dramaturgos del  siglo XX: Tennessee Wiliams. Un autor que ha llegado al gran público a través de las producciones cinematográficas que Hollywood ha realizado sobre sus obras: «El tranvía llamado deseo», «Piel de serpiente», «La gata sobre el tejado de cinc caliente» o «La rosa tatuada», entre otras. Y en todas ellas un tema de fondo, un patrón de conducta, un error trágico que se repite desde la noche de los tiempos: el intento vano del ser humano por domesticar la naturaleza de los corazones salvajes.

 

Thomas Lanier Williams III, más conocido por el seudónimo de Tennessee Williams, nació en Columbus (Misisipi) en 1911. Su lugar de nacimiento, el momento histórico en el que sucedió, su entorno familiar y social y su aguda inteligencia y  exarcebada sensibilidad son las coordenadas de una mirada única que supo ser universal. Su obra es un reflejo de su vida y «LA ROSA TATUADA», por la que recibió un Premio Tony, es un ejemplo de ello. Williams borda una rosa tatuada en su propia piel con toda  la pasión, voluptuosidad, belleza y espinas que tuvo su relación con Frank Merlo, al que dedica su creación, y que fue su única relación estable. Una historia de amor apasionado, que terminó después de varias rupturas, reconciliaciones e infidelidades.  Tras la muerte  de su amante, las drogas y el alcohol fueron sus compañeros inseparables y, su mundo, se volvió más oscuro a medida que la crítica le vapuleaba. Pero no dejó de crear y no dejó de vivir. El deseo y la necesidad de escribir le devolvían una y otra vez al camino y le impidieron claudicar. En «LA ROSA TATUADA» deja impreso lo que bien podía ser, o no, de alguna manera un autorretrato. En el New York Times dejó escrita una confesión: “nadie es tan consciente como yo de que soy ampliamente considerado como el fantasma de un escritor, un fantasma todavía visible, excesivamente sólido en carnes y quizás demasiado ambulante”.

 

«LA ROSA TATUADA» sucede en un pueblo rural del sur de Estados Unidos, al lado de Nueva Orleans. Un pueblo habitado por emigrantes europeos. Los anglosajones que llegaron antes y los italianos que arrivaron más tarde. Ambos herederos de una cultura milenaria. Uno del norte y otro del sur. Con sus similitudes y diferencias. El norte más pulcro y ordenado. El sur más voluptuoso y salvaje. Pero, ambos, constructores de fajas y corrales para controlar y amansar a las fieras. Corrales como el de la vecina de la protagonista, del que se escapa una vez tras otra un carnero en busca de la hembra. Y fajas como la que Serafina delle Rose lleva puesta para contener «tanta regordeta dignidad», en palabras del autor, y que la constriñe de tal manera que está apunto de morir asfixiada. Una faja bien diseñada para oprimir sin hacer sangre -eso es politicamente incorrecto-. Y cuya función es que Serafina parezca más estilizada, sofisticada y perfecta de lo que es, en un intento vano de cumplir los cánones. En contraste con «LA ROSA TATUADA», una rosa con espinas que se clavan en la carne, que duelen y derraman la sangre de una criatura salvaje, visceral, imperfecta, grosera y voluptuosa, cuyo deseo es imposible de domesticar.

 

Serafina delle Rose, personaje central de la «LA ROSA TATUADA», es una mujer, de ascendencia  siciliana,  con  ínfulas  de  duquesa,  locamente  enamorada  de  su marido –Rosario- y una vida sexual de la que presume, segura ser la única dueña y señora de su hombre. Serafina vive un idilio de cuento, que la vida, sorprendente y perversa, se encarga de romper como si de una pompa de jabón se tratara. La muerte de su marido pone al descubierto una realidad que Serafina se niega a asumir y que, sin remedio, se irá abriendo paso ya que siempre hay «almas caritativas» deseosas de hurgar en el dolor ajeno. Este es el punto de arranque de una función en la que una brisa trágica augura el desastre. Una función que habla de la represión y la mentira, como trampa mortal, y la pasión erótica como salvación. Una función plagada de elementos simbólicos de la tradición teatral europea en la que -desde Shakespeare hasta Lorca y Valle-Inclán- la naturaleza y los animales han sido utilizados de forma metafórica y simbólica. Como herramientas eficaces para representar lo oculto y lo insondable de la vida y las pasiones humanas.

 

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Tennesse Williams es heredero y conocedor de ese teatro europeo en el que la tragedia y la comedia acabaron por mezclarse. Y la «LA ROSA TATUADA» es un buen ejemplo de ello. La risa y las lágrimas se entrelazan, se suceden y cooperan para dibujar el retrato de un mundo y unos personajes patéticos a la vez que grandiosos. Personajes tragicómicos  con tintes grotescos o farsescos, según como se les mire. En nuestro país Lorca y Valle recorrieron estos caminos de diferente forma. Lorca, un autor más amable con el ser humano, más amante de la diversión y por tanto más amante de la burla, eligió la farsa para provocar la risa. Valle, un diseccionador más crudo y con predilección por la acidez del sarcasmo, eligió el esperpento, un estilo grotesco que hace brotar carcajadas que se congelan en mueca amarga y conmocionadora. Ambas son posibles y ambas necesitan de un código escénico e interpretativo claro, sencillo y coherente para transmitir con eficacia la visión del director sobre la obra y el autor. Y no es nada fácil conseguir el éxito en una empresa de este calado. Nadie tiene la piedra filosofal en su poder. Por ello, se agradecen todas las miradas y sólo se exige trabajo riguroso y entrega apasionada.

 

La adaptación de Gabriela Flores y Carme Portaceli, a partir de la traducción de Vicente Molina Foix, es fiel y respetuosa con el texto original de Tennessee Williams. A partir de ahí, Carme Portaceli, con su dirección, nos ofrece una mirada personal en la que la poesía y la risa se inclinan hacia un mundo más cercano al lorquiano, donde lo farsesco desdramatiza el dolor. La mirada de Portaceli es una mirada amable y mediterránea, heredera de una tradición festiva y teatral de largo recorrido. Una tradición con gusto por lo espectacular, el collage multidisplinar y el mestizaje de géneros y estilos dramáticos y estéticos.

 

Carme Portaceli apuesta por la esperanza y la fe en la posibilidad de triunfo del amor. Un amor basado en la aceptación del otro y de nosotros mismos tal y como somos, pasando por encima de la presión social ejercida por los/las vigilantes de la decencia y la moral imperantes. La pasión erótica y el sexo -que nos da la vida- son algo más profundo, grandioso y bello de lo que el puritanismo -sea ateo o religioso- es capaz de ver. Un puritanismo, que a través de los siglos, se ha empeñado en diseñar fajas y  construir corrales incapaces de contener las ansias de libertad y la fuerza vital de la naturaleza humana. Un puritanismo que insiste en esa lucha estúpida por imponer un orden contranatura y condenar a cadena perpetua las pasiones y los instintos naturales, sobretodo de los que no considera «normales». Alguien dijo una vez que escribir es rezar y Carme Portaceli nos recuerda que Willians reclamaba con su teatro “una plegaria por todos los corazones salvajes que viven encerrados en jaulas”.

 

La puesta en escena es ordenada y pulcra, de un costumbrismo y una espectacularidad que amplifica lo externo de la función en coherencia con el estilo de drama farsesco que destila. Un trabajo técnico impecable es el encargado de que todo funcione en un montaje complejo, cuyo soporte es la escenografía sorprendente de Anna Alcubierre; iluminada por un diseño de Pedro Yagüe en el que los claroscuros del interior de la casa  de Serafina – de ligero tinte tenebrista- contrastan con la calidez atemperada de un exterior que utiliza el color como disfraz; en la que el espacio sonoro recrea de forma sútil un mundo mágico y rural, y los temas musicales -de aire italiano y sensualidad matizada-, obra de Jordi Collet, ilustran la fábula y nos recuerdan, con sus interupciones, que todo es ilusión, -teatro-; y que se remata con las proyecciones de vídeo -que aportan un fondo  de imaginería religiosa mezcla de neorrealismo y barroco sureño y una fachada en primer plano de un minimalismo moderno y casi naif en su intento de enmascarar la verdad-, creación de Eugenio Szwarcer.

 

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Y todo este despliegue para arropar a unos actores y actrices disciplinados, trabajadores y entregados, que aportan interpretaciones con diferentes dosis de verdad en una dirección volcada hacia lo externo, al dibujo de la caricatura farsesca y el artificio. Sus miradas  ponen el énfasis en diferentes aspectos de los personajes. Una Serafina Delle Rose, interpretada por Aitana Sánchez-Gijón, quizás inevitablemente elegante y bella, dibuja con profesionalidad y entrega un personaje que acaba por derramarse en lágrimas. Álvaro Mangiacavallo es un Roberto Enríquez casi irreconocible en su máscara, la más inquietante de la función, y con una presencia brutal que contrasta con la ternura que transpira por la piel su personaje. El Doctor, el vendedor y Bessie corren a cargo de David Fernández “Fabu”, que construye los personajes mas disparatados de la función, personajes que son como ninots parlantes creados por un artista fallero y en los que la farsa es llevada al límite. Una más contenida Gabriela Flores se encarga de los personajes de Assunta, Estelle Hohengarten y Miss York, despelegando un rosario de interpretaciones diferenciadas y eficaces. Un actor y una actriz, Ignacio Jiménez y Alba Flores, que recién comienzan en la vida y en el teatro, afrontan sus personajes – Rosa y Jack Hunter- con profesionalidad y la verdad que su juventud no puede impedir y su trabajo hace aflorar. Y para finalizar   Paloma Tabasco –Violetta y Flora- y   Ana   Vélez –Giuseppina y Strega-, rematan el reparto de un trabajo serio en el que la diversión afloja la faja y desparrama un poquito las carnes.

 

«La risa ha sido siempre en mí el sustituto del llanto, y me río con tanta fuerza como lloraría si no hubiese encontrado esa útil alternativa a las lágrimas. Por lo general me  río mas alto de lo debido, y también durante más tiempo», declaraba el autor de «LA ROSA TATUADA» ante un auditorio, escasamente poblado, de estudiantes de Arte Dramático de la universidad de Yale en 1973. Para Williams el mundo es un valle de lágrimas que se transforma en ciénaga cuando los deseos se contienen, se esconden y se estancan. Un ciénaga en la que se acaban pudriendo las entrañas de los reprimidos y de la que afortunadamente se escapan los corazones salvajes.

 

El mundo de ficción creado por Williams es un espejo de esa ciénaga. Un espejo bello, demoledor y revelador a un tiempo, resultado de la altura dramática de un buzo vocacional que sabía de la necesidad de una buena escafandra para sobrevivir a la inmersión. De lo contrario hubiera perecido antes de tiempo. Una sensibilidad como la suya se defiende del dolor con la armadura que proporciona la risa, porque sólo ella nos eleva a las alturas después de haber buceado en la ciénaga. De esta manera el autor sale más o menos indemne de ese viaje en busca de la verdad, con el que buscaba conmocionar y “airear los armarios, áticos y sótanos del comportamiento humano”, como declaró en más de una ocasión. El género o el estilo de una obra o una función dependen de la mirada del creador y esta de de la profundidad a la que se sumerja en la ciénaga y/o de la altura desde la que la observe. El resultado será un espejo en el que mirarnos y que nos devolverá una imagen más cruda o más amable de nuestra propia naturaleza y una esperanza derrotada o posible.

 

Alguien ha dicho que «LA ROSA TATUADA» un texto menor de un autor menor. No estoy de acuerdo con esta sentencia, pero es obvio que las opinones y los gustos son libres. Se trata de miradas diferentes sobre una misma cosa. Diversas, libres y respetuosas, algo necesario en democracia y esencial en el teatro. Cada uno elegimos una opción y eso no nos hace mejores o peores, sólo pone de manifiesto nuestra mirada, nuestra manera de sentir y pensar, y eso es un tesoro a defender. El teatro es debate y comunicación en esencia, un territorio de libertad y un arma poderosa para la construcción de una sociedad más democrática y feliz. En resúmen: un espacio en el que la verdad se desborde, libre de fajas  y corrales.

 

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