TEATRO: ‘Nunca he estado en Dublín’, la realidad que elegimos creer

 

En el Teatro Pavón se está gestando algo más que una simple comedia. Nunca he estado en Dublín, de Markos Goikolea, bajo la dirección de Mireia Gabilondo, es una de esas obras que, entre carcajadas, nos lanza preguntas incómodas. La risa es el vehículo, pero el destino final es la reflexión. Y es que, más allá de sus escenas hilarantes y su ritmo desenfrenado, la obra plantea cuestiones fundamentales sobre la percepción y la construcción de la realidad en el seno de nuestras relaciones más cercanas.

La trama nos sitúa en una cena de Navidad aparentemente convencional, donde la familia Amesti se reúne tras tres años de separación. El detonante del caos es la llegada de Elena con Cindy, su novia irlandesa. Sin embargo, hay un pequeño detalle: Cindy no existe. Es un personaje invisible, una construcción mental de Elena que descoloca a todos. Y a partir de ahí, la obra juega con la delgada línea entre aceptar la realidad de los demás o intentar imponer la propia. Nos obliga a preguntarnos si nuestra percepción de los hechos es realmente objetiva o si está condicionada por nuestras expectativas y prejuicios.

 

Un retrato de familia tan incómodo como necesario

La genialidad de Nunca he estado en Dublín no radica solo en su premisa, sino en su ejecución. La familia Amesti no es solo un reflejo de un hogar concreto, sino un microcosmos de nuestras propias contradicciones. ¿Cuántas veces aceptamos lo que nos conviene y rechazamos lo que desafía nuestra visión del mundo? A medida que avanza la historia, cada personaje se enfrenta a su propia lucha interna entre la necesidad de imponer su realidad y la posibilidad de aceptar la de los demás.

Eva Hache lidera el reparto con una naturalidad aplastante. Su humor ácido y su capacidad para habitar personajes complejos hacen de su interpretación un imán para la audiencia. Carolina Rubio, Iñigo Aranburu e Iñigo Azpitarte completan un elenco que se mueve con precisión entre el absurdo y la verdad emocional. Cada uno aporta una capa adicional de profundidad a la historia, mostrando cómo la convivencia familiar está llena de pequeños desencuentros, expectativas no cumplidas y secretos guardados.

 

La comedia como espejo deformado de nuestra realidad

El humor de Goikolea es punzante, casi cruel en algunos momentos. Nos reímos, sí, pero muchas veces con la incomodidad de quien se reconoce en el espejo. ¿Hasta dónde llega nuestra capacidad para aceptar la realidad de los demás? ¿Dónde está el límite entre la empatía y la autoimposición? La obra nos desafía a dejar de lado nuestras certezas y abrirnos a otras formas de entender el mundo, aunque eso signifique poner en jaque nuestras creencias más arraigadas.

La dirección de Mireia Gabilondo subraya esta dualidad con una puesta en escena que juega con la invisibilidad y lo tangible. Cindy, el personaje que no está, se convierte en el centro gravitacional de la obra. Su ausencia nos obliga a cuestionar quién tiene realmente el poder de definir lo que es real. La tensión que se genera en la escena, combinada con la agudeza del texto, mantiene al espectador atrapado en una historia donde la risa y la reflexión van de la mano.

 

Una obra que incomoda porque nos retrata

Nunca he estado en Dublín no pretende dar respuestas, pero sí sembrar dudas. En un mundo donde la percepción de la realidad es cada vez más moldeable, esta obra nos recuerda que la verdad no siempre es una, sino tantas como personas la habitan. La comedia se convierte en una herramienta poderosa para desmontar nuestras certezas y hacer visibles las fisuras en nuestra manera de relacionarnos con los demás.

Salimos del teatro con la sensación de haber presenciado algo más que una comedia. Salimos con preguntas. Y quizás, con la necesidad de dejar un asiento libre en nuestra mesa para aquello que aún no entendemos, pero que merece ser escuchado. Porque, al final, lo que define nuestra convivencia no es tanto la verdad absoluta, sino nuestra capacidad para aceptar las verdades de los demás.