LIBROS: ‘El pecado del hijo’, una exploración literaria del dolor invisible
La violencia, cuando irrumpe, no lo hace sola. Arrasa. Se instala. Devora no solo a la víctima directa, sino a todo lo que la rodea. Sin embargo, la narrativa dominante en torno al crimen suele limitarse a un solo eje: el de la víctima y el verdugo. En El pecado del hijo, el debut literario del cineasta Miguel Ángel Vivas, asistimos a una desviación radical de esa lógica. Aquí, la historia se sitúa justo en el punto ciego: en los márgenes del relato principal, en el desconcierto, la vergüenza, la rabia y el silencio de quienes quedan atrapados en medio, sin haber cometido delito alguno, pero pagando con creces sus consecuencias.
Ambientada en una pequeña ciudad de provincias en un final de septiembre abrasador, la novela parte de un crimen tan brutal como simple en su planteamiento: una niña, Inma, de apenas nueve años, aparece muerta en un maizal. El hecho conmociona a todo el país y da pie a la inevitable maquinaria mediática, judicial y social. Pero Vivas evita el terreno del suspense tradicional. No se detiene en el cómo ni en el por qué del asesinato. Lo que le interesa —y lo que convierte esta novela en una pieza tan inusual como valiente— es el después. El eco. La onda expansiva que se lleva por delante no solo a los padres de la niña, sino también a la familia del asesino.
Desde ese enfoque, El pecado del hijo no es una novela negra, ni una crónica policial, ni siquiera un thriller psicológico. Es, más bien, una novela sobre la culpa heredada, la responsabilidad emocional y la compleja red de afectos que persiste incluso cuando el amor resulta indefendible. Vivas nos enfrenta a una pregunta demoledora: ¿hasta dónde llega nuestra responsabilidad cuando el crimen lo ha cometido alguien a quien amamos? ¿Tienen derecho al duelo, al consuelo, al perdón, quienes se sienten devastados por la acción de un ser querido?
La respuesta no es sencilla. Ni debería serlo.
Con una prosa contenida, sin artificios, Miguel Ángel Vivas narra el proceso de demolición interior de una familia que no solo ha perdido a un hijo al crimen, sino que ha sido empujada a los márgenes del dolor socialmente válido. Son los otros dolientes: los que no tienen derecho a llorar en público, los que no pueden mirar a los ojos a nadie sin toparse con el peso del reproche. La novela se convierte, así, en una suerte de tratado íntimo sobre la pérdida ilegítima. Y sobre la vergüenza como forma de duelo.
El autor, conocido principalmente por su trabajo en cine y televisión —entre ellos, títulos como Tu hijo, Asedio o su dirección en series como La casa de papel y Vis a Vis—, demuestra un dominio notable del ritmo narrativo y de la construcción emocional de los personajes. Su experiencia audiovisual se percibe en la manera en que dosifica la tensión, construye atmósferas asfixiantes y deja que los silencios hablen tanto como las palabras. Pero donde realmente brilla es en el tratamiento ético del relato: nunca moraliza, nunca justifica, nunca señala con el dedo. Solo muestra. Y eso, en los tiempos que corren, es casi un acto de resistencia.
El pecado del hijo podría leerse como una crónica de la injusticia paralela que sufren quienes quedan vinculados a un delito por lazos de sangre. Pero también puede leerse como una metáfora del estigma, de esa necesidad tan humana —y tan cruel— de encontrar culpables incluso cuando ya hay uno entre rejas. Como sociedad, necesitamos culpables colectivos, linajes malditos, espejos donde no reconocernos. Y esta novela nos incomoda precisamente porque nos devuelve esa mirada.
En sus 288 páginas, publicadas por HarperCollins, Vivas logra construir un relato de una potencia emocional desgarradora, pero sin caer en el sensacionalismo. El crimen es el punto de partida, pero no el destino. El camino lo recorren la madre, el hermano, los vecinos, los silencios de la casa vacía, las miradas que acusan sin hablar. Todo aquello que conforma la cartografía de una caída sin red.
¿Puede una madre seguir siendo madre cuando su hijo ha matado? ¿Puede alguien seguir siendo hermano cuando ese vínculo se vuelve una condena? ¿Se puede amar sin sentir culpa? ¿Se puede vivir sin pedir perdón por algo que no se ha hecho?
Estas preguntas sobreviven al cierre del libro. Porque El pecado del hijo no busca tranquilizarnos, ni ofrecernos una conclusión moral. Lo que hace, en cambio, es dejarnos sentados frente a un espejo incómodo, en el que quizá no queremos mirar demasiado tiempo. Una obra profundamente humana, que escarba en lo que callamos, en lo que no se permite nombrar, en los duelos invisibles que nadie se atreve a legitimar.
Y en esa herida abierta, en esa zona ciega del dolor colectivo, Miguel Ángel Vivas ha escrito algo más que una novela. Ha escrito una verdad.