LIBROS: ‘Guardé el anochecer en el cajón’ cuando la poesía respira entre dos luces

Hay libros que no se leen, sino que se atraviesan. Hay versos que no se entienden con la cabeza, sino con el cuerpo. Y hay autoras, como Han Kang, que escriben desde un umbral tan frágil y estremecido que sus palabras parecen surgir no del idioma, sino del silencio que lo precede. Guardé el anochecer en el cajón, su primer poemario traducido al español y publicado por Lumen, es una obra que no se ofrece al lector: se impone con la misma suavidad con la que un pétalo cae sobre una herida abierta.

La reciente Premio Nobel de Literatura 2024 nos entrega aquí un libro que no es únicamente un ejercicio de estilo ni una incursión tardía en la poesía. Es, más bien, una forma desnuda de continuar su búsqueda artística por otros caminos: los que no narran, sino que susurran; los que no desarrollan una trama, sino una conciencia.

Desde el título —un anochecer guardado como si fuera un objeto íntimo, frágil, perecedero— Han Kang nos invita a pensar el tiempo no como cronología, sino como espacio espiritual. Ese instante que no es ni luz ni sombra, donde las cosas no se ven del todo pero se sienten con mayor nitidez. La poeta escoge los márgenes, los bordes, los umbrales: entre el cuerpo y el lenguaje, entre la sangre y el pensamiento, entre la vida y la muerte. Porque entre es precisamente donde su obra florece.

El poema dedicado a Mark Rothko es una muestra magistral de lo que Kang sabe hacer: entrelazar historia personal, memoria colectiva, arte y dolor en un solo trazo. No hay grandilocuencia ni artificio; lo que hay es una precisión quirúrgica en el uso de la imagen, una emoción contenida que, sin embargo, desborda al lector. La muerte del pintor abstracto, el tiempo gestacional entre su suicidio y el nacimiento de la autora, el vientre materno y el cuerpo inerte en Nueva York: todo se articula en un ritual de contemplación, un “febrero, herida abierta” que conecta pasado y presente con la misma lógica de la sangre: invisible, inevitable, íntima.

Uno de los grandes logros de este libro es la forma en que Kang subvierte los binarismos más tradicionales: fragilidad y fuerza, dolor y canto, cuerpo y alma. En Danza de la silla de ruedas, por ejemplo, transforma la imagen de la discapacidad en una coreografía de resistencia y fuego. La silla ya no es símbolo de limitación, sino escenario para una danza que arde. “No es magia / ni trucos”, escribe. No los necesita. Su lenguaje tiene la contundencia de lo que ya ha sido probado en el horno del sufrimiento humano.

No sorprende, por tanto, que su poesía mantenga el mismo pulso que sus ficciones más celebradas. La vegetariana nos enseñó que el cuerpo es campo de batalla. Aquí, la voz poética insiste: el cuerpo también es mapa, altar y memoria. Cada poema es una confesión sin destinatario, una plegaria sin dios, una carta a un otro que quizás nunca llegará pero que, de algún modo, siempre está presente: como el espectador frente a un lienzo de Rothko, rodeado de color que huele a herida.

En Guardé el anochecer en el cajón, Han Kang nos obliga a detenernos. A contemplar lo que duele. A sentir que entre una mota de vida en un útero y una mano muerta bajo la tierra puede haber un poema. Y que la poesía, en ese cruce imposible, sigue siendo lo más humano que nos queda.

Es este un libro que requiere lectura lenta, con los ojos del alma bien abiertos. No es fácil. No es cómodo. Pero es necesario. Porque Han Kang no escribe para que la admiremos. Escribe para que nos veamos. Para que, incluso rotos, sigamos danzando.