TEATRO: ‘La reina de la belleza de Leenane’, un duelo interpretativo que hiela el alma
Desde el 7 de mayo de 2025, el Teatro Reina Victoria acoge una nueva versión de La reina de la belleza de Leenane, de Martin McDonagh, bajo la dirección de Juan Echanove. Esta pieza, ya clásica del teatro contemporáneo, arrastra al espectador a una asfixiante cotidianeidad rural, donde la dependencia y el rencor tejen una red de emociones contenidas y, finalmente, desgarradoras.
La obra se desarrolla en una casa perdida en las colinas del extrarradio de Leenane, al noroeste de Irlanda, a mediados de los años 90. Es el único escenario de toda la acción, un espacio íntimo y decadente que funciona como otro personaje más, atrapando a madre e hija —Mag y Maureen— en un vínculo de dependencia tóxica, dolorosamente real.
María Galiana es Mag Folan, la madre anciana, manipuladora y aparentemente frágil. Su interpretación es una clase magistral de contención y malevolencia sutil. Galiana consigue que cada gesto, cada silencio y cada mirada que lanza desde su sillón tengan un peso insoportable, logrando helar el alma del público sin necesidad de aspavientos. La veteranía de Galiana se manifiesta en su dominio total del ritmo y del espacio, en cómo construye una figura que inspira compasión y horror a partes iguales. Su Mag no necesita gritar: domina desde la pasividad, desde lo que esconde más que desde lo que dice.
Lucía Quintana, como Maureen, se entrega por completo al papel de la hija atrapada en una vida que no eligió. Su Maureen conmueve, enfurece y desconcierta. Quintana maneja la dualidad del personaje —entre la esperanza de redención amorosa y la herida nunca cerrada de una juventud truncada— con una energía abrumadora. La tensión acumulada en su cuerpo y voz va creciendo escena tras escena, hasta el estallido inevitable. En ese punto, la actriz atraviesa con una crudeza brutal todas las capas del dolor humano: la soledad, el engaño, la culpa. Su trabajo es, sencillamente, demoledor.
Javier Mora encarna a Pato Dooley, el hombre que aparece como posible escape para Maureen. Mora aporta una naturalidad entrañable y un tono melancólico que equilibra los momentos más intensos. Su monólogo epistolar es uno de los puntos más emocionantes de la obra, donde el texto se despliega con ternura y verdad.
Alberto Fraga, como Ray Dooley, es el contrapunto juvenil y nervioso. Su personaje, aunque con menos peso dramático, resulta clave como catalizador de muchos eventos. Fraga dota a Ray de un aire algo cómico, sin perder el trasfondo de frustración y apatía que lo atraviesa. Un personaje que, pese a su aparente ligereza, también forma parte del tejido emocional devastado del pueblo.
La adaptación de Bernardo Sánchez mantiene intacta la crudeza del texto original, sin edulcorar ni suavizar los matices más oscuros. La dirección de Juan Echanove opta por un ritmo lento, deliberadamente agobiante, que permite al espectador sentir en la piel la asfixia vital de sus personajes. Cada pausa es un abismo, cada palabra dicha y cada palabra callada, un arma.
El diseño escenográfico y de vestuario de Ana Garay resulta eficaz y simbólico: un hogar congelado en el tiempo, gris, sin salida. La iluminación de David Picazo acompaña con precisión, destacando los claroscuros de las emociones en juego, y la música de Orestes Gas subraya con sutileza el clima opresivo de la historia.
La reina de la belleza de Leenane es de esas obras que duelen. Que dejan poso. Que invitan a una reflexión incómoda sobre el vínculo maternofilial, la dependencia emocional y el miedo al fracaso vital. El reparto brilla con fuerza, pero son María Galiana y Lucía Quintana quienes elevan esta producción a un nivel inolvidable.