TEATRO: El eco de un portazo que aún incomoda
Casa de muñecas en el Teatro Fernán Gómez
Del 16 de mayo al 22 de junio de 2025
Hay gestos que atraviesan el tiempo. No por su espectacularidad, sino por la fractura que dejan tras de sí. El portazo de Nora Helmer en Casa de muñecas, escrito por Henrik Ibsen en 1879, no es simplemente el final de una obra: es el principio de una conversación que todavía no hemos terminado. ¿Qué implica ese sonido seco, radical y solitario? ¿Qué significa hoy?
En la Sala Guirau del Teatro Fernán Gómez, este portazo ha vuelto a escucharse. Bajo la dirección de Lautaro Perotti y con dramaturgia actualizada por Eduardo Galán, la historia se traslada a un Oslo contemporáneo, en 2024. Cambian los dispositivos, las rutinas, los modos de relacionarse. Pero el núcleo permanece. Nora es, una vez más, una mujer encerrada en un hogar que parece seguro, pero que oculta una red de silencios, exigencias y deudas —económicas, afectivas y existenciales—.
Lo que esta versión propone no es una reinvención radical ni una ruptura formal con el original, sino una traslación de coordenadas. ¿Cómo suena ese mismo conflicto si lo pensamos en clave actual? ¿Qué tipo de matrimonio, de familia, de feminidad se construye hoy sobre esas mismas estructuras que Ibsen diseccionó hace siglo y medio?
El texto de Galán no altera el sentido profundo de la obra. Conserva los nombres esenciales, los giros argumentales, los dilemas que empujan a Nora a tomar su decisión final. Pero el tiempo escénico y social ha cambiado. Y con él, también los códigos, las expectativas y los símbolos.
La escenografía de Lua Quiroga es, en este sentido, una de las apuestas más sugerentes del montaje. Con un diseño geométrico, casi flotante, crea una casa que no es refugio, sino vitrina. El espacio está acotado, pero no clausurado. No hay paredes que aíslen del todo, sino marcos, estructuras livianas que más que proteger, exponen. Todo está a la vista. Todo es, también, representación.
Esa transparencia se prolonga en una puesta en escena contenida, de planos largos y silencios medidos. La música original de Manu Solís acompaña con delicadeza, sin invadir. No hay estridencias ni golpes dramáticos subrayados. El conflicto se construye poco a poco, desde lo que no se dice, desde los gestos que delatan más que las palabras. Hay en este tratamiento una voluntad clara: dejar espacio al espectador. No dirigir su emoción, sino provocarla con sutileza.
A lo largo de la función, lo que emerge no es tanto una denuncia como una pregunta abierta. ¿Hasta qué punto las estructuras sociales han cambiado realmente? ¿Cuánto de ese orden doméstico aparentemente feliz sigue siendo una forma sofisticada de control? ¿Cuántas Noras aún habitan espacios donde se les pide que lo tengan todo resuelto, que no se quejen, que no se vayan?
El texto no ofrece respuestas. Ni siquiera las busca. En lugar de eso, parece invitar a una especie de arqueología emocional: escarbar en lo cotidiano, en lo que aceptamos como normal. Y, sobre todo, hacernos pensar en los gestos que aún no nos atrevemos a hacer.
En esta versión, Nora no es un emblema, ni una heroína. Es una mujer atravesada por dudas, por afectos sinceros, por contradicciones. No se trata de convertirla en símbolo, sino de devolverle su condición humana. Y es tal vez ahí donde esta adaptación logra su punto más inquietante: en mostrarnos que ese portazo —el de 1879, el de ahora— no es solo un acto de valentía. También es una grieta que duele.
Al salir del teatro, lo que queda no es una sensación de cierre, sino de apertura. Porque hay obras que no se agotan en su representación. Hay obras que no quieren gustar, sino resonar. Y esta Casa de muñecas, sin importar su forma o su fidelidad, parece apuntar a eso: a lo que sigue vibrando en nosotros mucho después de que se cierra el telón.