LIBROS: Encuentros que cambian vidas en el tren de Hankyu

La literatura japonesa contemporánea ha demostrado en las últimas décadas una maestría inigualable para transformar lo cotidiano en experiencia estética. En esta tradición se inscribe con sutileza y hondura Los pasajeros del tren de Hankyu, de Hiro Arikawa, una obra breve en extensión pero profunda en resonancia, publicada por Lumen en una cuidada edición en castellano. Esta novela no solo confirma el talento narrativo de la autora —ya reconocida internacionalmente por Crónicas del gato viajero—, sino que la sitúa como una observadora privilegiada del alma humana, especialmente en los espacios intermedios y silenciosos donde florecen las emociones más contenidas.

La acción transcurre en una línea de tren real que une Takarazuka y Nishinomiya, dos ciudades de la región de Kansai. Es un trayecto breve, rutinario, utilizado cada día por miles de personas que, sin proponérselo, comparten minutos de trayecto y silencios densos como confesiones. Sobre esta premisa aparentemente sencilla, Arikawa construye una novela coral en dos tiempos: el trayecto de ida, donde conocemos a los personajes y los momentos que alteran el curso de sus vidas; y el de vuelta, meses más tarde, donde el lector descubre qué dejó ese cruce efímero en cada uno de ellos.

El tren funciona aquí como un espacio liminal, como esos intersticios entre el ruido de la vida y la posibilidad del cambio. A diferencia de otras ficciones ferroviarias, donde el tren es metáfora de escape o de destino, en Los pasajeros del tren de Hankyu el vagón es un espejo: lo que los personajes ven en el otro, o en su reflejo frente a la ventanilla, no es tanto una solución como una revelación. Es el espacio suspendido donde algo se comprende.

Hiro Arikawa despliega una galería de personajes delineados con precisión: una mujer que decide romper con una relación tóxica en un gesto casi imperceptible; un joven que acumula semanas coincidiendo con la misma desconocida en la biblioteca sin atreverse a hablarle; una abuela que, desde su aparente extravagancia, contiene una sabiduría no expresada. Todos ellos coinciden, se rozan, se influyen sin saberlo, siguiendo esa noción japonesa del ichigo ichie —la idea de que cada encuentro es único y nunca volverá a repetirse— que recorre toda la novela como un hilo invisible.

Arikawa no se limita a narrar encuentros. Lo que propone es una reflexión delicada sobre la ternura inadvertida, sobre cómo la vida puede torcer su rumbo en apenas unas palabras dichas en el vagón de un tren o en una mirada que nadie más nota. Y lo hace sin grandilocuencia, con una prosa limpia, precisa, donde la emoción no se impone sino que se insinúa, permitiendo que el lector la descubra por sí mismo.

La elección del tren como escenario no es un capricho anecdótico, sino una decisión narrativa cargada de resonancia cultural. En Japón, los trenes no solo son un símbolo de eficiencia y civilidad; son también espacios de introspección. Lugares donde —por convención— no se habla, donde el respeto al silencio ajeno se convierte en una forma de convivencia. Y es en ese silencio donde Arikawa sitúa el germen de la transformación. El tren, pintado en su característico tono burdeos, no avanza únicamente por las vías: también cruza las zonas grises de la experiencia humana, donde habitan el desencanto, la resiliencia y, en ocasiones, una forma inusitada de esperanza.

Hay, además, una lectura de género que atraviesa la obra con discreta firmeza. La novela ofrece voces femeninas diversas, que van desde la fragilidad hasta la firmeza emancipadora, siempre atravesadas por el peso de las convenciones sociales. La crítica al machismo latente en la sociedad japonesa, a la invisibilidad de las mujeres mayores o a las relaciones afectivas marcadas por el desequilibrio emocional está presente, pero nunca impuesta: se desliza con la misma elegancia con la que el tren sortea sus estaciones.

Los pasajeros del tren de Hankyu es, en definitiva, una novela de encuentros mínimos con consecuencias máximas. Un homenaje al valor de lo efímero, a la belleza de lo imperfecto —esa estética wabi-sabi que celebra lo modesto, lo fugaz— y, sobre todo, a la capacidad de las personas para reconocerse en la mirada de un desconocido.

Una obra que no busca grandes revelaciones, pero que deja, sin alarde, una huella duradera. Como el tren que regresa por la misma vía meses después, el lector también vuelve transformado, con la sensación de haber compartido un instante precioso y único con quienes viajaban junto a él.

Una joya de narrativa introspectiva. Ideal para lectores sensibles, amantes del detalle y de las historias que se cuecen en los márgenes del bullicio.