CRÍTICA: ‘A protestar a la gran vía’, las quejas de un nosotros completamente absurdo

 

Llegando al Teatro Lara a ver A protestar a la Gran Vía me entraron unos nervios y una expectación insólita para alguien que va a ver Teatro y no a hacer Teatro. Sentía como sí fuese a actuar en media hora y todavía no supiese ni siquiera donde está mi vestuario. Mi labor esa noche solo era disfrutar de una obra de la que, sinceramente, conocía muy poco, y después escribir una crítica sobre la misma. ¡Una crítica! Mi cabeza daba vueltas, ¿Y sí no me gustaba nada? ¿Y si no entendía bien su significado?

Cuando me senté en la primera fila ya más tranquila dos actores aparecieron de repente y, con total naturalidad, comenzaron a saludar al público, dando dos besos y preguntando “¿Como va esa vida?”. Algo en mi cabeza hizo clic y se me olvidó toda la preocupación anterior. Supe desde ese minuto que me iba a reír. Y así fue.

Con A protestar a la Gran Vía es complicado que no te rías. Tanto Alfonso Mendiguchía (al que debemos el honor de felicitar la creación de la obra) como Patricia Estremera son actores muy polifacéticos. Conversan el uno con el otro a través de mil máscaras, de mil personajes distintos a través de los cuales se ve una relación de complicidad entre los dos bastante difícil de encontrar en un espectáculo cómico. El nivel de conexión y de trabajo de la espontaneidad es tal que entre los dos ocurre algo que en mi opinión es verdaderamente mágico en el teatro: la línea que divide lo que es texto y lo que es improvisación se difumina, y la conversación se vuelve realmente inmediata. El ahora se manifiesta más que nunca en ningún lugar. Esta es una de las características más bonitas y profundas del teatro, y los dos (y únicos) protagonistas de esta obra saben materializarlo a través de una comedia que esconde una encrucijada cuestión central que no resulta tan graciosa: la alienación.

La pérdida de la invividualidad y del mundo personal e intransferible que nos hace únicos y diferentes es uno de los miedos más intensos de las sociedades capitalistas posmodernas. Perder aquello que consideras que eres, que has heredado, que has aprendido y que has visto solamente tú, y que a lo mejor pondrás en herencia para futuras generaciones. Ese miedo está latente en escena desde el primer minuto hasta el último, un miedo que se manifiesta a través de una rancia y cómica queja: Antes todo iba mejor, pero ahora…

La queja va creciendo en la escena volviéndose sórdida y cínica, evolucionando por sí misma y pretendiendo exponer la hipocresía de lo que realmente somos, seres alienados y con valores y costumbres adquiridos en masa que ponemos en marcha a través de dinámicas de acción verdaderamente irracionales, como esperar colas de tres horas solo para ver un mísero cuadro que en el fondo ni siquiera queremos ver. Nosotros comprendemos estas acciones como lo que son, acciones que no nos gustan, pero no nos quejamos de nosotros mismos ni nos auto-evaluamos. Nos quejamos de “la gente” que las hace, ese abstracto colectivo que hace todo lo que nosotros no queremos hacer. “La gente” es el único y principal tema de discusión que se abarca en la obra, esa “gente” que se queja de los demás formando al mismo tiempo parte de una misma masa de gente indiferenciada.

La gente, la gente…os hartaréis de ver gente diferente pasando por el escenario de la mano de estos dos actores.

Tratando este tema tan poco trivial no hay que olvidar que A protestar a la Gran Vía lo hace a través de una comedia que por otra parte está llena de momentos estelares donde no puedes evitar partirte de risa. La sátira acerca de ese extraño colectivo, el colectivo de “la gente”, le da posibilidades de convertirse en una comedia ácida y negra y, sin embargo, abandona este punto para instalarse en una obra bastante amena para la temática que incorpora en su interior. Esto le permite introducir una serie de chistes donde se critica a los ricos, a los artistas pobres, a los corruptos y a la gente fitness, entre otros. Algunos de los chistes rozan el cliché del monólogo, mientras que otros son tremendamente perspicaces. Muchas veces los actores hacen lo que se llama “romper la cuarta pared”, y te miran fijamente mientras hablan, cosa que confunde a la par que involucra dentro de esta absurda historia. Y es que no esperes un desarrollo de principio a fin muy bien estructurado y cerrado, porque A protestar a la Gran Vía no es eso. No tiene más evolución que la de “la gente”, sus penurias y sobretodo sus quejas. Es polifacéticamente absurda.

A protestar a la Gran Vía es aparentemente laxa, pero pensándolo bien y captando su dinámica interna, comprendes que los actores tratan un tema más profundo de lo que parece, logrando cargarte la cabeza con variopintos pensamientos al salir. Entretenida y muy divertida, versa (y nunca mejor dicho, ya que la lírica en verso estructura las conversaciones de los protagonistas) sobre el mundo de ahora y lo idiotas que parecemos dentro de él. Un muy buen título cierra un mensaje final, que queda por otra parte también satirizado dentro de su propia comedia. Protestemos, que no nos queda otra cosa que hacer, ¿O tenderemos siempre a quejarnos de todo?