TEATRO: «Camino al Zoo»: La jaula invisible de la sociedad

El Teatro Bellas Artes de Madrid nos sumerge en un universo tan asfixiante como fascinante con Camino al Zoo, la adaptación de At Home at the Zoo de Edward Albee. En este montaje dirigido por Juan Carlos Rubio, las palabras se convierten en armas, el silencio en un grito desesperado y la cotidianidad en una trampa de la que nadie parece poder escapar.

Albee, maestro en diseccionar las miserias humanas con una crudeza quirúrgica, ya había explorado la incomunicación en matrimonios aparentemente perfectos en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, y en La cabra o ¿quién es Sylvia? nos había confrontado con los límites de lo moral. En Camino al Zoo, sin embargo, la violencia no estalla en una gran catarsis, sino que se gesta en la repetición de lo anodino, en la represión de lo que no se dice, en el peso de lo que se oculta.

Esta versión, que une Homelife (2004) con la clásica The Zoo Story (1959), amplía la perspectiva original del relato, permitiéndonos ver a Peter no solo como el espectador pasivo de la arrolladora verborrea de Jerry, sino también como un hombre atrapado en su propia jaula doméstica. Y ahí es donde el montaje cobra toda su fuerza: en la sensación de que no hay escapatoria, ni en el hogar ni en el parque, ni en la intimidad ni en el encuentro con los otros.

Fernando Tejero: la cárcel de la normalidad

Fernando Tejero se enfrenta al reto de dar vida a un Peter que, lejos de ser un mero receptor de la locura de Jerry, es un personaje lleno de contradicciones. Es un hombre meticuloso, contenido, cuya vida ha sido construida sobre la base de evitar el conflicto. Sin embargo, bajo su aparente estabilidad, hay un vacío que Tejero transmite con una delicadeza sobrecogedora. Sus silencios, sus miradas esquivas, sus gestos medidos construyen un personaje que no necesita gritar para expresar su angustia. Su interpretación nos recuerda que el conformismo es una forma de resignación y que la rutina puede ser tan opresiva como cualquier jaula.

Dani Muriel: el caos como única verdad

Si Peter representa la prisión de lo establecido, Jerry es la furia de quien ya no tiene nada que perder. Dani Muriel da vida a este personaje con una intensidad arrolladora. Su Jerry no es solo un excéntrico que irrumpe en la vida de Peter, es un profeta del absurdo, alguien que ha visto la verdad de la existencia y se niega a aceptarla en silencio. Su discurso errático, lleno de digresiones, de historias grotescas y de un humor que roza lo trágico, nos coloca en un terreno inestable donde nunca sabemos si reír o temer por lo que vendrá. Muriel construye a un Jerry que se mueve entre la desesperación y la amenaza, un personaje que exige ser escuchado y que, cuando finalmente logra serlo, nos obliga a mirar dentro de nosotros mismos.

 

Ana Labordeta: la voz que se apaga en la rutina

Aunque Ann aparece solo en el primer acto, su presencia es clave para entender la dimensión completa de la historia. Ana Labordeta encarna con una precisión conmovedora a una mujer que ha aprendido a convivir con la distancia emocional de su marido. Su Ann no es una víctima, sino alguien que lucha con todas sus fuerzas por romper el muro de indiferencia que la separa de Peter. Sin embargo, su batalla parece perdida antes de comenzar. Labordeta dota a su personaje de una mezcla de fuerza y resignación que la hace profundamente humana. Su interpretación nos deja con la sensación de que Ann es, en muchos sentidos, el verdadero centro de la obra: la primera persona que intenta romper el silencio, pero también la primera en ser ignorada.

Una puesta en escena que encierra al espectador

El diseño escénico de Leticia Gañán y Curt Allen Wilmer es una trampa visual que juega con la sensación de claustrofobia. El hogar de Peter y Ann, lejos de ser un refugio, se siente como un espacio cerrado, sin aire. Y cuando la acción se traslada al parque, la ilusión de libertad se desvanece rápidamente: el banco donde se sienta Peter es otro tipo de jaula, un lugar donde se verá acorralado por las palabras de Jerry, incapaz de escapar.

El diseño sonoro de Mariano Marín es otro elemento clave en esta sensación de opresión. Cada sonido, cada pausa, cada inflexión en la música contribuye a crear una atmósfera inquietante. No hay melodías que alivien la tensión, solo un trasfondo sonoro que refuerza la sensación de que algo terrible está a punto de suceder.

Una historia que no deja indiferente

Camino al Zoo no es una obra fácil de digerir. No ofrece respuestas, solo preguntas incómodas. Nos confronta con la brutalidad de la incomunicación, con el vacío de la rutina, con la desesperación de quienes intentan conectar con otros y solo encuentran silencio.

Cuando las luces se encienden y el público abandona la sala, la historia sigue resonando. Porque, en el fondo, todos hemos sido Peter en algún momento: el que evita el conflicto, el que prefiere el silencio antes que la confrontación. Y, en algún rincón de nuestra mente, todos tememos encontrarnos con nuestro propio Jerry: esa voz que nos obliga a mirar lo que no queremos ver.

Camino al Zoo es una experiencia que sacude, una obra que se siente en el cuerpo mucho después de haber salido del teatro. Y en una época donde la incomunicación y la soledad parecen haberse convertido en la norma, pocas historias resultan tan necesarias como esta.