TEATRO: ‘El efecto’ la química del amor puesta a prueba

El teatro como campo de pruebas, como tubo de ensayo emocional. Así se presenta El efecto, una pieza tan cerebral como visceral, que se instala en la Sala Verde de los Teatros del Canal hasta el 20 de abril. Lucy Prebble, la mente brillante detrás de Succession y Enron, nos lanza una pregunta sin anestesia:
¿Lo que sentimos es real o solo una reacción química?

Con dirección de Juan Carlos Fisher —precisa como un cirujano y sensible como un poeta—, esta versión española se convierte en mucho más que un drama clínico: es una experiencia que sacude, interroga y emociona.

Dos jóvenes se ofrecen como voluntarios para un ensayo con antidepresivos. Entre placebos y dosis reales, surge el amor… o algo que se le parece. Pero la pregunta se instala con fuerza:
¿Es pasión verdadera o un efecto secundario?

Lo brillante del texto de Prebble es que no da respuestas, sino vértigo. Explora el cruce entre el amor y la neurociencia, entre la identidad y la química cerebral, sin caer en cinismos ni explicaciones reduccionistas. Cada personaje representa una arista del conflicto: la entrega, la duda, la ciencia, el caos emocional.

El reparto es uno de los grandes aciertos del montaje. Mucho más que una suma de nombres conocidos, son cuerpos que piensan y sienten en escena.

Itzan Escamilla, como Tristán, es pura emoción a flor de piel. Lejos del estereotipo romántico, compone a un joven que cree profundamente en lo que siente, sin filtros ni cinismo. Le imprime ternura, dolor y una autenticidad que desarma.

Elena Rivera, como Connie, es la contraparte racional. Estudiante de psicología, su personaje comienza desde la lógica y el control, pero se desmorona poco a poco en una crisis emocional que Rivera interpreta con humanidad desgarradora. Una mujer que piensa para no sentir, hasta que ya no puede sostenerse.

Alicia Borrachero brilla como Norma, la psiquiatra que supervisa el ensayo. Rota, ética, ambigua, representa la duda profesional y personal, la fragilidad de quien ha sufrido depresión y no encuentra respuestas claras. Borrachero logra transmitir mucho más con una mirada que con un discurso: es la grieta humana del sistema.

Fran Perea, en el rol del psiquiatra jefe Tomás, representa el rostro amable de la ciencia. Su actuación es medida, contenida, casi quirúrgica. Perea compone a un profesional convencido de que los datos lo explican todo, sin ver los cuerpos detrás de los gráficos. Lo inquietante es que nunca resulta un villano: su calma lo vuelve aún más peligroso.

La escenografía es sobria, casi estéril. Un laboratorio emocional donde cada gesto importa. La iluminación blanca, quirúrgica, refuerza esa sensación de estar dentro de un experimento. El público no solo observa: también se siente observado, medido, interpelado.

Más allá del ensayo clínico, El efecto plantea un dilema universal:
¿Quiénes somos sin nuestros químicos? ¿Dónde termina la biología y empieza la identidad?
En esa frontera entre el cerebro y el corazón, Prebble propone una obra que piensa con el pecho. Teatro de tesis, sí, pero que nunca pierde la emoción.

Un dato revelador: la autora participó en un ensayo clínico real como voluntaria para escribir esta obra. Solo aguantó unos días —el ambiente era impersonal y hostil—, pero fue suficiente para entender algo crucial: cuando el amor se aísla en condiciones de laboratorio, no pierde su poder. Al contrario, lo multiplica.

El efecto no es solo teatro inteligente: es teatro valiente. Que se arriesga, que provoca, que no subestima al espectador. Fisher logra una puesta lúcida, actual y ferozmente humana, donde lo que está en juego no es solo el amor o la medicina, sino algo más profundo:
nuestra capacidad de sentir con libertad en un mundo que todo lo quiere medir.

Una pieza quirúrgica, conmovedora y necesaria. El teatro que hace pensar… y temblar.