LIBROS: Pedro Oyarbide reinventa El principito con una sensibilidad visual deslumbrante

Hay libros que uno no lee una vez, sino muchas. No porque los olvide, sino porque cada etapa de la vida les otorga un significado nuevo. El principito, la obra más conocida del aviador-escritor Antoine de Saint-Exupéry, pertenece con justicia a ese grupo selecto. Es, quizá, uno de los pocos relatos que parece haberse escrito con tinta invisible para los adultos, pero visible solo para quienes aún saben mirar con los ojos del corazón. Y esa mirada —tierna, filosófica, libre de cinismo— es precisamente la que recupera Pedro Oyarbide en esta nueva edición ilustrada que publica Lunwerg.

Mucho se ha dicho y escrito sobre este pequeño príncipe que, con voz suave y preguntas desconcertantes, nos obliga a repensar el mundo de los adultos, el sentido de la amistad, del amor, de la pérdida. Pero esta versión aporta algo más que una relectura: nos propone una experiencia estética que complementa la narrativa sin traicionarla. Porque si bien el texto permanece fiel al original —traducido con claridad y sensibilidad por Marta García García—, son las ilustraciones de Oyarbide las que nos invitan a ver con otros ojos una historia ya amada.

Oyarbide, hasta ahora conocido por su impactante trabajo en el mundo editorial —sobre todo por las portadas de la exitosa saga Blackwater—, da un giro estilístico y emocional en este proyecto. Aquí no hay oscuros pantanos ni atmósferas inquietantes. Hay luz. Hay desierto. Hay asteroides suspendidos en el vacío, planetas diminutos, un zorro entre la hierba y una rosa solitaria bajo una cúpula de cristal. La ilustración deja de ser adorno o acompañamiento: es interpretación, es lenguaje.

Con trazo fluido, elegancia en la composición y una paleta cromática suave pero emotiva, Oyarbide nos ofrece imágenes que no distraen de la lectura, sino que se integran en ella como parte natural de la historia. Es un equilibrio difícil de lograr: el ilustrador no busca modernizar por completo ni competir con los dibujos originales de Saint-Exupéry —simbólicos y naíf en su intención—, sino establecer con ellos una suerte de diálogo entre generaciones.

Tal vez lo más sorprendente de esta edición es que logra ser profundamente conmovedora sin caer en la melancolía ni en la grandilocuencia. Las ilustraciones no gritan: susurran. Hay un respeto profundo por la atmósfera del texto, por esa mezcla de poesía y filosofía que ha convertido al Principito en un fenómeno mundial. En esta versión ilustrada, la ternura no es un ornamento, sino una forma de resistencia frente a la dureza del mundo moderno.

Cada imagen parece haber sido creada desde un lugar íntimo, paciente, amoroso. Oyarbide entiende que lo esencial —como nos recuerda el zorro— es invisible a los ojos, pero no necesariamente a los del artista. Por eso sus composiciones, lejos de competir con la palabra escrita, la expanden. Como si cada trazo fuera un eco visual de esa voz que, en medio del desierto, pide un dibujo de un cordero.

Con 104 páginas en tapa dura y un formato cuidado, esta edición publicada por Lunwerg es también un objeto hermoso. No solo es una gran opción para quienes desean reencontrarse con el niño que fueron, sino un regalo ideal para nuevas generaciones que aún no han sido tocadas por la magia de este relato. Y es también, por supuesto, una pieza de colección para amantes del diseño, del libro como arte y de la ilustración editorial contemporánea.

En un momento en que abundan las reediciones de clásicos, esta versión logra algo poco frecuente: devolvernos la capacidad de asombro. Como si volviéramos a leer El principito por primera vez. Como si ese niño de cabello dorado nos hablara, ahora también, con la voz serena de un artista que ha sabido mirar con profundidad y respeto.

Pedro Oyarbide no solo ilustra: reinterpreta con belleza, con sutileza, con verdad. Y ese gesto, en tiempos de ruido y exceso, es más que un acierto editorial. Es un regalo.